Año 1907
Era uno de esos días de finales de Octubre en los que la temperatura a las 4 de la tarde es, simplemente perfecta. Había llovido la semana anterior, y entre los olivos había aparecido una fina capa de hierba, que hacía resplandecer el campo. Un coche de caballos de madera amarilla mostaza con capota negra, tirado con energía, por cuatro animales, iba traqueteando, camino a Granada.
En su interior, los señores de Valero iban charlando. Miguel, de 30 años, era muy alto, con pelo rojizo y tez pecosa. Miraba embelesado a Carmen, su mujer, una joven morena de grandes ojos verdes, que se llevaba continuamente las manos a su inmensa barriga, que albergaba un bebé de 7 meses y medio. Empezaba a estar cansada después de tantas horas de viaje, pues habían salido al amanecer para intentar llegar ese mismo día.
De repente tuvo un fuerte dolor. Y otro. Empezó a asustarse. Le dio la mano a su marido con fuerza. Nunca pensó que se pudiera adelantar el bebé. Después de media hora, las contracciones se repetían cada cinco minutos. Se retorcía de dolor. Se le desencajaba la cara, cerraba los ojos y se aferraba a la medalla de la Virgen María que llevaba al cuello , colgada en una fina cadena de oro. Miguel sudaba, intentaba tranquilizar a su mujer, pero él estaba mucho más nervioso que ella. Sólo podía gritarle al cochero cada 3 minutos, que fuese más deprisa.
El coche de caballos se movía bruscamente. A través de la ventana, el paisaje del olivar había dado paso a otro, más verde y montañoso. Aún quedaban horas para llegar a la ciudad. En cada vaivén, Carmen sentía que no podría aguantar mucho más. Y llegó el temido momento, aquel que sus amigas le habían contado. El de las ganas de empujar con todas sus fuerzas. Fue a tocar su medalla, pero no la tenía al cuello.
Cinco minutos después, una preciosa niña nacía. Como no llevaban equipaje, pues otra diligencia se había adelantado llevándolo, Carmen se la puso en el pecho, aun unida por el cordón umbilical y la tapó con un trozo de enagua que Miguel rasgó. Los tres lloraban.
Año 1937
Manuela estaba jugando en la cochera de la casa, como tantos días. Le encantaba meterse en el coche de caballos en el que había nacido su madre. Le habían contado muchas veces cómo su abuela dio luz allí y como tapó a la recién nacida con un trozo de la combinación que llevaba. Su abuelo luego comentaba, que fue un milagro de la Virgen que todo saliera bien.
Estaba la niña saltando del carro, cuando oyó que su madre la llamaba para comer. Ese día no podría salir a la calle tampoco, porque podía haber bombardeos. La verdad es que ella no había sentido miedo nunca. Sabía, que cuando su abuela llevaba el moño torcido, quería decir que su doncella la había peinado más rápido de la cuenta, para bajar al refugio que se había habilitado en el sótano. Ella decía, que como señora de la casa, no se pensaba esconder. Y aunque a los demás, en especial a Manuela, los obligaba a bajar, ella se quedaba en la casa, plantando cara al enemigo.
Esa tarde, a pesar de las advertencias de todos, su abuela salió de casa para ir a misa. Cuando al anochecer no había vuelto, sus padres y abuelo se empezaron a preocupar. Media hora más tarde, ellos, y un grupo de personas que trabajan en la casa fueron en su busca. Manuela quiso ayudar, pero no le dejaron. Angustiada, se escabulló de su niñera, para bajar a la cochera. A su guarida. Su coche de caballos. Estaba muy oscuro y se acurrucó tumbada encima del asiento del coche con su linterna. No podía dejar de pensar en su abuela. De repente vio un pequeño reflejo de la luz entre el asiento y el respaldo. Metió la manita y ahí estaba, la medalla que tantos años llevaba perdida, de la que tanto había escuchado hablar. Tiró un poco y salió la cadena también. ¡No podía creerlo! Una sensación de alivio le invadió. A los pocos minutos, escuchó revuelo en casa, estaban todos de vuelta, incluida su abuela.